En octubre de 1972 tenía 23 años y
medio y me hervía la sangre por luchar para un futuro mejor, tanto para mí como
para los que me rodearan. Pero al volver, acabada la milicia, de Irún al
pueblo, al menos bancariamente me tuve que obligar a aguantar en la sucursal.
Sólo los avances tecnológicos me fueron motivando y actualizando, cogiéndolos
por supuesto mucho antes que el resto de plantilla más vieja de la
sucursal, sobre todo los dos jefes, más
preocupados por la corbata y los zapatos lustreados. Yo lo compensaba con una vida deportiva,
activa, viajera y más universal, aprendiendo y dirigiendo.
Y la chispa tiene que saltar para que arranque el motor. Mis diferencias
con el apoderado eran evidentes. Mi malestar también, aunque siempre mantuve la
compostura y jamás le falté ni cogí un minuto de baja ni de relajo en el
trabajo. Pero al trabajar seis en poco más de seis metros cuadrados, se saben
hasta los latidos del corazón de cada uno.
En otoño de 1973, sólo un año después de volver de la mili, cuando el
director, preocupado por el ambiente, sólo se le ocurrió comentar en la Central
mi malestar, empezó mi salvación y el principio de la salida de aquella
minúscula cárcel de corbatas. Vino en persona a la sucursal nada menos que el
Director de Organización, un joven lince que ya me conoció en una inspección en
la sucursal anterior y sabía de mi proyección. Primero habló conmigo en el
despacho, cosa insólita para todos entonces. Y sólo me pidió que aguantara unos
meses con la máxima colaboración y apariencias y que si así lo hacía pronto me
sacaría de aquella “cueva”. Es más. Me anticipó
la bronca que les iba a echar a ambos por su estrechez de miras y tratar de
ahogarme.
Así me lo dijo y así lo hizo. Sus caras lo dijeron al salir del despacho.
Sus días posteriores, demasiadas bajas incluidas, lo corroboraron. El director
consiguió terminar pronto y por edad allí su carrera, porque lo contrario no
parecía ni admisible en el pueblo. El apoderado firmó allí su sentencia de
“inutilidad”, dejándole en el ostracismo y hasta haciendo director suyo al
“botones” que él tanto había maltratado.
Y en los ocho primeros meses de 1974 empecé a ver las luces de un cambio
bancario favorable para mí. Ya me había ganado el total respeto de la pequeña
sucursal. Y cumplí lo prometido al Jefe de Organización. Y él también cumplió. Cursillos, reuniones, aprendizaje en Bilbao y
mayores responsabilidades en otra sucursal algo mayor, aunque sólo fuera en
agosto, ya me “cantaban” que el cambio estaba muy cercano.
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